01 agosto 2010

Mi amor por las tajadas

Ya se les diga tajadas o "fritas de maduro" (como se les llama en mi tierra tachirense) pocos manjares me resultan mas deliciosos que este. Las prefiero blanditas y muy dulces, preparadas cuando ya la concha del plátano esta negra y a su alrededor pulula la drosophila melanogaster, aunque también me agradan duritas, poco dulces, hechas con el plátano pintón. Esta delicia, barata y recursiva, va asociada a dos recuerdos muy gratos de mi vida.

Quizá el recuerdo más antiguo que tengo va asociado a las tajadas. Evoco claramente ir avanzando acompasadamente, con el piso frente a mi mostrando la textura del cemento pulido amarillo, luego subir un escalón en cemento rugoso pintado de rojo carmesí, para luego transitar las baldosas de terracota desgastadas y de superficie irregular. Iba gateando, guiado por un delicioso olor que emanaba de la cocina, en una tarde soleada y tranquila. Recuerdo haber pasado a ese recinto de placeres, la cocina, con su piso grisáceo de cemento, y haberme acercado a las piernas de mamá, muy blancas y gordezuelas, con la presencia eventual de algunos cañones. El olor se hizo más fuerte, mi mamá freía tajadas. Me sujete a sus piernas y me puse de pié (según recuerdo, no era la primera vez que lo hacía) y mire en contrapicado el cuerpo de mi progenitora, increiblemente esbelto comparado con mis recuerdos posteriores. En ese momento mamá soplaba (para enfriarla, supongo) una tajada, pequeña, dorada, brillante, que sonriendo acercó a mi boca e ingerí con fruición. Aún el recuerdo me acerca al nirvana. Esa explosión de dulzura untuosa, suave y firme, dúctil y fibrosa a la vez, quedará marcada en mi mente hasta el último de mis días.

El segundo recuerdo imborrable es más reciente y racional, y como sucede en la adultez, menos bucólico; aunque en este caso, coronado por un felicísimo final. Me encontraba en Barquisimeto, realizando mis pasantías en el Ince Construcción. Por cuestiones administrativas, mi primer sueldo de enero de 1990 recién iba a ser cobrado en febrero de ese año, por lo que tendría que pasar todo el mes sobreviviendo con el dinero que tenía guardado, vale decir, casi nada. No tenía a quien recurrir, me daba vergüenza pedirle dinero a mis padres o hermanos, no conocía a nadie que pudiese darme un trabajo eventual, como las clases particulares o los turnos de cajero de heladería que constituían mi fuente de ingresos usual en San Cristóbal. Cierto sábado, tenía dos días sin comer. Me atormentaban imágenes de enormes platos de canelones de ricotta con espinaca, de chuletas de res rezumando jugo sobre las papas fritas, de muslos de pollo tamaño pterodáctilo horneados y festoneados de pimentón y, por supuesto, de un gargantuesco plato de tajadas bien maduras espolvoreadas con queso rallado. Trataba de dormir, para acallar el hambre, y soñaba con ñoquis, helados, pizzas y hamburguesas, y el sueño se transformaba en sudorosa tortura. Sólo, en esa casa huera y desangelada, escuché el timbre de la puerta y abri malhumorado. Era Natalia*. a la sazón novia de mi hermano mayor, que venía a pedirle que la ayudara retocando la pintura del techo de la cocina de su casa, manchado con las caraotas que se esparcieron por todo el recinto cuando explotó la olla a presión. Me ofrecí a ayudar, para distraerme un poco. Y no se si la chica en cuestión notó mi mirada famélica, o si fue una estrategia de mi hermano. El caso es que mientras yo pintaba, ella trasteaba en la cocina. Y al final de la labor, me ofreció lo mas excelso, lo más exquisito, lo más noble, lo mas deseado (al menos por mi) que una mujer puede ofrecer a un hombre: Un enorme plato de tajadas doradas y blanditas, espolvoreadas con queso rallado.

* Pesudónimo