17 abril 2016

Toda benesuela es ahora mata 'e quinchoncho

Si uno googlea “el burdel del Caribe”, así entrecomillado, suelen aparecer en las primeras páginas algunas referencias a Cuba, y ninguna a Venezuela. Y se me ocurre que el motivo de ello no tiene tanto que ver con que este maltrecho país  no merece este apelativo, sin más bien con el hecho de que burdel barato no se nombra. Y paso a dar un ejemplo de este aforismo.

En los años juveniles vividos mi ciudad natal, recuerdo la existencia de tres establecimientos dedicados al comercio sexual: “La Gioconda”, el más caro, poblado de hetairas (caleñas muchas de ellas) de generosas caderas y esféricas tetas de la era pre-silicona, mujeres jóvenes en edad o en apariencia, dotadas de cimbreante andar y una cuidada técnica que no develaba abiertamente la estrategia de acelerar la eyaculación del cliente, de modo que se pudiese atender a un mayor número de visitantes, con lo cual se aumentaban los ingresos.

Luego estaba “Bello Campo”, una suerte de Lado B del anterior, muy similar aunque algo más barato, quizás con damiselas un poco ajadas, menos expertas, en las que se permitían toques de cotidianidad como algún diente faltante, cierta bizquera o algún taco en las conversaciones. Estas eran las dos opciones que se mencionaban cuando algún turista o familiar visitante requería información sobre tales servicios, teniendo cada una de ellas sus defensores y detractores en virtud de parámetros como ubicación, costo y atención.

Pero también estaba “Mata ‘e Quinchoncho”. Un botiquín que ocupaba una casa fea, vieja y desangelada, en una zona deprimida de la ciudad. No tenía ni siquiera nombre  propio, y su planta epónima era un tocón reseco desde hacía ya varios lustros. Era refugio de estudiantes, oficinistas de medio pelo, trabajadores subpagados y pelabolas en general. La edad promedio y el diámetro abdominal de las anfitrionas superaban ampliamente los baremos de los locales antes nombrados. Allí iban a  dar las trabajadoras que ya no tenían cabida en los burdeles de más categoría y, como es lógico, sus tarifas eran solidarias. Muy solidarias. Era este un lugar al que se iba furtivamente y del que se negaba rotundamente su conocimiento; cuando se hablaba del mismo, siempre se usaba un tono de guasa acompañado de una mirada cómplice, como quien se refiere a la marihuana.

Ir a La Gioconda o a Bello Campo constituía motivo de orgullo, las altas tarifas allí requeridas evidenciaban la prosperidad del visitante y su disposición a darse buena vida, por lo que las virtudes de las damas allí presentes solían ser ensalzadas con barrocas y excelsas descripciones, siendo común el uso de eufemismos como “damas de la noche” o “cortesanas” para catalogar su oficio. Por otra parte, a Mata ‘e Quinchoncho siempre se iba a “sacarse el queso”, y no era raro oir en las anécdotas contadas al respecto (que solían salir a flote sobre océanos de alcohol) catalogaciones como “esa gorda de mierda”, “la vieja mamaguevo” y por supuesto, a cada instante la palabra “puta”.

Mi reciente viaje a Barcelona (la de Venezuela, se entiende) por cuestiones de trabajo, me hizo percibir como nos estamos convirtiendo en una suerte de mata ‘e quinchoncho de la región, (aunque con una fundamental diferencia: la hermosura de la oferta local) deviniendo en una locación especializada en calmar las urgencias prostáticas de los árabes y asiáticos que debido a las políticas de “la nueva pedevesa socialista” se han convertido en magnates de nuevo cuño. A estos se unen los brasileños, guyaneses y trinitarios que aprovechan el insólito rendimiento de sus divisas en esta caricatura de economía para tener acceso, entre otras cosas, a los servicios de mamacitas venezolanas a muy bajo costo.

Una mañana, a las 5:30 am noté como al hotel donde me alojaba a compañía para la que trabajo, hotel que tiene ínfulas de 5 estrellas (una noche allí cuesta 4 sueldos mínimos venezolanos), ingresaba una muy joven beldad, acompañada de su respectivo proxeneta, quien se abría paso entre porteros, recepcionistas y vigilantes a punta de dádivas; el objetivo era entregarla “en sus manos” a un caballero de rasgos arábigos quien prepagó de inmediato el servicio desembolsando la para él despreciable suma de diez dólares. Diez miserables dólares que equivalen para el destruido bolsillo venezolano a un mes y pico de sueldo mínimo.


Comentando el incidente con el taxista que luego me traslado a mi sitio de trabajo, éste (sabelotodo como buen taxista) me dio detalles sobre el costo del servicio en moneda local (12.000 Bs por hora) y manifestó conocer representantes que ofrecían tarifas más altas, si bien la caracterología del producto ofertado en todos los casos era “máximo nivel, puro lomito”. Creo que para el cliente extranjero, sin embargo, hablar de lo vivido aquí es algo tan vergonzoso como admitir que se visitó mata ‘e quinchoncho. No da prestigio contratar una prostituta que resulta tan barata, por muy hermosa y núbil que sea. En el sempiterno burdel del Caribe, las tarifas son más elevadas. Y las putas saben hablar inglés.

* La grafía "benesuela" en el título es un modo de retratar aquello en lo que ha devenido Venezuela durante este régimen. Una versión marginal, descuidada, estupidizada de si misma.