En mi turbulenta adolescencia, llena de altibajos anímicos,
leí un cuento de ciencia ficción en el que una hipotética sociedad futura
encargaba a unas computadoras la dirección del destino del mundo, ocupándose
aquellas de cultivar alimentos por medios mecánicos y suministrando, además del
sustento, diversiones y entretenimiento a los ciudadanos. El relato transcurre
a través de la interacción entre 4 personas, que se hacen cada vez más banales
y básicas, hasta que terminan, como recién nacidos, únicamente tomando alimento
y durmiendo beatíficamente; súmmum de la felicidad según los aparatos de
marras.
Aquel relato me pareció en su momento la más temible historia
de terror que hubiese leído. Más allá de la imposibilidad práctica de alimentar
a toda la población mundial, me asustaba ese concepto (muy común en obras
futuristas) de que la búsqueda de la felicidad conduce a la ignorancia y al
adormecimiento del raciocinio.
Por cierto, no puedo recordar cómo se llama el relato, ni
siquiera con la ayuda de San Google.
El caso es que conscientemente reconozco haber transitado
esa ruta, y me siento prueba viviente de la veracidad de la correlación mas
felicidad = menos raciocinio.
En mis atormentados veintes y treintas, de peladera
implacable y escasísima repercusión en el entorno (como no fuera bajo el
desechable concepto de “cerebrito”), escribía largos y enrevesados textos que
sólo yo leía, creaba interminables y complejas cadenas de ideas para mi propio
consumo, leía y disfrutaba textos densos y aprovechaba las largas y no siempre
voluntarias horas de aislamiento para la introspección reflexiva. Y de vez en
cuando me preguntaba para que cosa (más allá de condimentar anecdóticamente
algunas reuniones) servía la buena memoria y la agudeza de ingenio que creía
tener; pidiéndole secretamente a Dios una vida más próspera y muelle, aun a
costa de cierta torpeza neuronal.
Y exactamente eso me fue concedido.
Hoy estuve tratando de leer un blog sobre reseñas de cine y
libros en el que caí por azar, y me pareció no solo aburrido, también rayano en
lo incomprensible y excesivamente denso. Que eso mismo me haya pasado tratando
de leer a Jacques Derrida puede entenderse, pero… ¿un blog de reseñas? Eso me
da una alerta, y quizás es la señal que esperaba pera empezar a tomar medidas
contra la demencia senil o el Alzheimer.
Pero con todo, no me arrepiento, y prefiero esta felicidad y
esta vida fluida y semientumecida, al hábito pretérito de practicar
consuetudinariamente agudas disecciones
de mi propia miseria.
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