Hace unos días, un zancudo "patas blancas" tuvo la infeliz idea de picarme... nada original, tomando en cuenta que, en estas latitudes tropicales, eso ocurre varias veces al día. El problema es que este en particular me transmitió el dengue. No voy a concentrarme describiendo la terrible sensación de considerarse totalmente carente de energía mientras el cuerpo se percibe desdoblado, con el torso y cabeza en una caldera volcánica en actividad, y las manos y pies en el Nilfheim, el infierno gélido de la mitología nórdica. Lo que si resulta particular, es el descubrimiento de la panacea universal, de la mano de los amigos que se comunicaron conmigo durante este trance: Las patas de pollo.
Absolutamente todos los amigos me recomendaban que de forma muy juiciosa ingiriese un caldo de patas de pollo. Algunos acompañaban el récipe con leche de coco y/o infusión de "chocolata" (planta común también conocida como "coneja" de nombre linneano catharanthus roseus), no se si todo esto junto o separado. Yo, que tengo por las sopas un amor parecido al que les profesa Mafalda, nunca estuve muy seducido por la idea. En todo caso, consulté 4 médicos amigos, y resultó que dos estaban a favor y dos en contra de la administración del menjurje de marras, con opiniones que variaban desde "Esta científicamente probada la eficacia de las patas de pollo para subir las plaquetas" hasta "Yo no se como puede ayudarte eso, total, no son otra cosa que pellejo, huesos y mierda".
Por fortuna para mi, me hospitalizaron, y la comida de instituciones de salud privadas raras veces incluye manjares tan dudosos como la sopa de patas de pollo, de modo que me salve de esta ingesta. Y mis plaquetas se recuperaron igualito, aunque alguna noche soñé con una conspiración de mis amigos, persiguiéndome con las patas de pollo en ristre y un caldero humeante.