
No obstante, a mi me salió una de esas evangélicas que se autodenominan "cristianas" (que lo son, pero también las católicas, ortodoxas, etc) y el diálogo va así:
En momentos como ese, era inevitable que Ingrid recordase a
Jonás, y sostuviese con él farragosos e imaginarios diálogos (más bien
monólogos, porque en ellos su esposo solo pronunciaba monosílabos e
interjecciones). Esto, que la inquietaba al principio, dejó de causarle
remordimientos desde que su pastor le indicó que no había nada de mundano en
ello, siempre que no descuidase la obra del señor, claro está. Ingrid se
desquitaba del carácter taciturno de Jonás Gandica, elucubrando las
conversaciones que, por temor, por timidez o por autocensura, jamás pudo
sostener con su cónyuge. Aquel tarde, aburrida y canicular como es costumbre en
la depauperada ciudad dormitorio en que habitaba, el asunto se decantaba por
estos vericuetos:
-
Gandica, ¿se acuerda de cuando estuvimos en
Coro? ¡tan bonito todo! ¿verdad?
-
Umjú… (Ingrid era una maestra imaginando a Jonás
respondiendo del parco modo usual en el)
-
Me hubiera gustado volver. Pero es que usted se
empeñó en ir a Caracas después, y claro, yo lo acompañé porque soy su mujer y
es mi deber ir a su lado para atenderlo como es debido. Pero le digo algo. A mi
Caracas no me gustó, con ese ruido y esos zagaletones en moto y esa
asquerosidad de hombres agarrándose de la mano y mujeres mostrando las carnes.
Gloria al señor que encontramos la iglesia del pastor Manuel Colina y pudimos
ir al culto como corresponde, pero usted sabe bien que yo nunca quise volver a
esa ciudad perdida, y usted, tan bueno como siempre, me complació.
-
Ah bueno, pa’ que vea…
-
¿Se acuerda de la hermana Domitila y su esposo,
el hermano Tulio? ¡Qué gente tan buena! ¡Y conocedora de la palabra! Por ellos
es por el único motivo por el que hubiera aceptado volver a la capital, pero
después, claro, usted se enfermó y la gente que dejó encargada del taller no le
cumplió y bueno, usted sabe lo que pasó después, ¿no?
-
Ajá…
-
Ay Gandica… ¿Por qué tuvo que morirse? ¡Gloria
al señor en sus designios! Yo oro todos los días pidiéndole al señor el
entendimiento para aceptar que se lo llevó de mi lado y leyendo el libro de la
sabiduría en la biblia esa tan bonita que usted me regaló cuando nos comprometimos.
Es que usted si tuvo detalles conmigo, y doy gloria al señor porque usted dejó
la vida mundana cuando se casó conmigo, pero usted sabe que eso no es mérito
mío sino de él, que obró a través de esta simple integrante de su congregación…
-
Pues si…
-
Gandica, yo se que de eso no se habla pero usted
ya está en la gloria del señor y no debe importarle que le pregunte eso, con
mucho respeto porque usted es mi marido y siempre lo será aunque esté muerto,
porque yo estoy dedicada a la obra del señor y no pienso volver a tener marido
nunca más, pero ¡dígame algo!
-
¿Qué será?
-
¿Por qué
usted nunca me dijo que me quería? ¿Por qué no se me declaró como debe ser,
sino que se limitó a decirme “nos casamos el 18 de octubre en el templo del
pastor Ronaldo Vargas”? ¿Por qué cuando estábamos usted y yo solos yo le decía
que mi único amor terrenal era usted, gloria a Dios, y usted nada más decía
“igualmente” y no me decía que me quería? ¿Porque, porque, porque? E invariablemente, llegado el
momento de formular estas preguntas, la imaginación de Ingrid se esterilizaba
de pronto, se desvanecía, y jamás lograba idear la respuesta que le hubiera
dado el difunto, lacónico y adusto Jonás Gandica de quien ella, sin atreverse a
reconocerlo, seguía enamorada aún después de haber transcurrido más de veinte
años de su muerte.
La imagen es un cuadro de Van Gogh: "Cabeza de una mujer campesina con gorra blanca"