20 febrero 2016

Diálogo imaginario con un marido muerto

Como parte de unos ejercicios que estoy adelantando, en mi empeño de escribir mejor, comparto este texto que se generó según el reto que a continuación transcribo: Escribir el siguiente monólogo interior (20-40 líneas): "Dirigiéndose imaginariamente a su marido muerto, la viuda, mujer convencional y estrecha de miras, le reprocha que nunca le hiciera una declaración de amor como Dios manda". Esa descripción de la mujer me hizo pensar en algunas mujeres evangélicas o protestantes que conozco, de esas que obedecen a pies juntillas lo que sus ultraconservadores pastores les indican, de modo que que bajo sus largas y descoloridas faldas sus piernas van tan peludas como sus sobacos, y su cabello opaco y largo se apiña desmayado en una coleta sin gracia. Me produce cierta curiosidad el hecho de imaginar justamente una protestante al leer la frase "mujer convencional y estrecha de miras", pero aquí en Venezuela es así. En otros países, supongo que esa descripción se corresponderá más con una católica... aunque las que se deben llevar la palma son las musulmanas.

No obstante, a mi me salió una de esas evangélicas que se autodenominan "cristianas" (que lo son, pero también las católicas, ortodoxas, etc) y el diálogo va así:

En momentos como ese, era inevitable que Ingrid recordase a Jonás, y sostuviese con él farragosos e imaginarios diálogos (más bien monólogos, porque en ellos su esposo solo pronunciaba monosílabos e interjecciones). Esto, que la inquietaba al principio, dejó de causarle remordimientos desde que su pastor le indicó que no había nada de mundano en ello, siempre que no descuidase la obra del señor, claro está. Ingrid se desquitaba del carácter taciturno de Jonás Gandica, elucubrando las conversaciones que, por temor, por timidez o por autocensura, jamás pudo sostener con su cónyuge. Aquel tarde, aburrida y canicular como es costumbre en la depauperada ciudad dormitorio en que habitaba, el asunto se decantaba por estos vericuetos:

-         Gandica, ¿se acuerda de cuando estuvimos en Coro? ¡tan bonito todo! ¿verdad?
-         Umjú… (Ingrid era una maestra imaginando a Jonás respondiendo del parco modo usual en el)
-         Me hubiera gustado volver. Pero es que usted se empeñó en ir a Caracas después, y claro, yo lo acompañé porque soy su mujer y es mi deber ir a su lado para atenderlo como es debido. Pero le digo algo. A mi Caracas no me gustó, con ese ruido y esos zagaletones en moto y esa asquerosidad de hombres agarrándose de la mano y mujeres mostrando las carnes. Gloria al señor que encontramos la iglesia del pastor Manuel Colina y pudimos ir al culto como corresponde, pero usted sabe bien que yo nunca quise volver a esa ciudad perdida, y usted, tan bueno como siempre, me complació.
-         Ah bueno, pa’ que vea…
-         ¿Se acuerda de la hermana Domitila y su esposo, el hermano Tulio? ¡Qué gente tan buena! ¡Y conocedora de la palabra! Por ellos es por el único motivo por el que hubiera aceptado volver a la capital, pero después, claro, usted se enfermó y la gente que dejó encargada del taller no le cumplió y bueno, usted sabe lo que pasó después, ¿no?
-         Ajá…
-         Ay Gandica… ¿Por qué tuvo que morirse? ¡Gloria al señor en sus designios! Yo oro todos los días pidiéndole al señor el entendimiento para aceptar que se lo llevó de mi lado y leyendo el libro de la sabiduría en la biblia esa tan bonita que usted me regaló cuando nos comprometimos. Es que usted si tuvo detalles conmigo, y doy gloria al señor porque usted dejó la vida mundana cuando se casó conmigo, pero usted sabe que eso no es mérito mío sino de él, que obró a través de esta simple integrante de su congregación…
-         Pues si…
-         Gandica, yo se que de eso no se habla pero usted ya está en la gloria del señor y no debe importarle que le pregunte eso, con mucho respeto porque usted es mi marido y siempre lo será aunque esté muerto, porque yo estoy dedicada a la obra del señor y no pienso volver a tener marido nunca más, pero ¡dígame algo!
-         ¿Qué será?
-         ¿Por  qué usted nunca me dijo que me quería? ¿Por qué no se me declaró como debe ser, sino que se limitó a decirme “nos casamos el 18 de octubre en el templo del pastor Ronaldo Vargas”? ¿Por qué cuando estábamos usted y yo solos yo le decía que mi único amor terrenal era usted, gloria a Dios, y usted nada más decía “igualmente” y no me decía que me quería? ¿Porque, porque, porque? E invariablemente, llegado el momento de formular estas preguntas, la imaginación de Ingrid se esterilizaba de pronto, se desvanecía, y jamás lograba idear la respuesta que le hubiera dado el difunto, lacónico y adusto Jonás Gandica de quien ella, sin atreverse a reconocerlo, seguía enamorada aún después de haber transcurrido más de veinte años de su muerte.

La imagen es un cuadro de Van Gogh: "Cabeza de una mujer campesina con gorra blanca"