26 diciembre 2023

Una vida de fábula

 

Un día fui a consultar a un famoso taumaturgo que me auguró que yo, Zoyla Cegarra, llevaría una vida fabulosa (o al menos eso creí entender).  El hecho de ganarme un importante premio en la lotería esa misma noche me convenció de su infalibilidad, así que al día siguiente abandoné al trabajólico de mi novio, dejé atrás mi vida gris y anodina de secretaria y corrí a comprar boletos para viajes de placer además de ropa lujosa, perfumes caros y todos los caprichos que siempre había querido darme sin que mis magros ingresos lo permitiesen.

 

Al regresar, tres meses de locura después, constaté que un anónimo hacker había vaciado mi cuenta bancaria, dejándome en la quiebra.

 

Tragándome mi orgullo, volví a casa para pedirle a mi ex que perdonase mi error juvenil y retomásemos la vida juntos. Me abrió la puerta una mujer a quien yo conocía, Elba Chacón; compañera de trabajo de mi ex novio, tan trabajólica como el… y que en el interín había pasado a ser su esposa, como ella misma se encargó de informarme sin reflejar emoción ninguna en su cara chata y fea antes de cerrarme la puerta en las narices.

 

Hoy, mientras rumio mi miseria en el refugio de gente sin hogar en el que me encuentro; muerta de hambre y de frío como condición permanente, mis días transcurren cavilando sobre que me llevó a interpretar como “fabulosa” la expresión “de fábula”, que fue la que realmente dijo el brujo y paso mis noches lanzándole maldiciones a Esopo, Samaniego, La Fontaine y todos esos que escribieron y reescribieron la fábula de la cigarra y la hormiga que hoy sufro.


Porque me fuí de Venezuela

La respuesta es simple: Escapando del chavo-madurismo

Y la explicación es la siguiente (para aquellos que no temen leer más de 150 caracteres)

Esta historia no es trágica, ni siquiera impresionante u original, es simple, como si a la proverbial rana de la conocida anécdota del agua que se va calentado hasta hervir, se hubiese escapado de la olla antes de que fuese demasiado tarde.

Confieso que en mi adolescencia tuve mi acercamiento ideológico a la izquierda civilizada, representada en aquel entonces por Felipe González en España, François Mitterrand en Francia o Teodoro Petkoff en Venezuela; pero al tomar conciencia de cuan aguda es la izquierda para criticar, defenestrar en manifestaciones, obras plásticas o musicales y ridiculizar a los gobiernos tiránicos de signo opuesto (Pinochet, por ejemplo); versus su ceguera para atreverse a tocar ni con el pétalo de una rosa a las tiranías afines (Fidel Castro es el caso emblemático), decidí alejarme de esa tendencia.

Mientras viví bajo el signo del chavismo en Venezuela, siempre sentí estar nadando contra corriente. Mis progresos laborales y económicos se aplanaban ante un entorno caracterizado por su moneda cada vez más débil, su tejido cultural cada vez más provinciano y endogámico, la progresiva desaparición del acceso a ciertos elementos propios de un país sano y globalizado, y la creciente inseguridad.

Cuando en 2009 finalmente pude viajar fuera de Suramérica por primera vez (anteriormente, solo había viajado brevemente a Colombia y a Argentina; el alcance de mis viajes estaba signado por motivos económicos), caí en cuenta de la abismal brecha en calidad de vida que existía entre mi país y otras naciones que si habían entrado en el siglo XXI. Esta impresión se consolidó en mis sucesivos viajes de 2011 y 2013; año en el que tomé la decisión de irme de Venezuela; a pesar de tener factores en contra como mi edad, entre otros.

Hay tres elementos (de muchos) que quiero citar como los motivadores primordiales de tal decisión:

1)     1) El circo montado con la muerte de Chávez, y prolongado con el descarado robo de las elecciones de 2013, ante una oposición que me lució excesivamente ingenua, poco combativa y si se quiere, cómplice.

2)      2) El creciente poder e influencia de los militares y cúpula chavista, exhibido impúdicamente, y aceptado (disfrutado, incluso) por muchos juanbimbas en una especie de síndrome de Estocolmo general.

3)     3) La deliberada (y tristemente exitosa) estupidización progresiva de la sociedad, a través de un diseño curricular educativo cada vez más pobre y poco exigente; con el contubernio de unos medios de comunicación cada vez más chabacanos, ramplones, carentes de identidad y desprovistos de oferta cultural.

Aparte de esto hay situaciones anecdóticas puntuales, como la muerte, por atraco a mano armada, de un vecino frente a mis ojos en la puerta del edificio en que vivíamos (en un sector anteriormente clase media que se depauperó con la invasión de un edificio por okupas pro gobierno y la construcción de un megabloque de viviendas para malandros chavistas en las inmediaciones) y la destrucción de mi automóvil por una lluvia de pedradas -peñonazos más bien- venidas desde el barrio marginal (villa miseria, favela) adyacente al estacionamiento de dicho edificio sin motivo conocido alguno -excepto la envidia- y sin que se pudiera hacer nada al respecto; todo esto actuó como detonante hasta que en 2016 finalmente pude emigrar.

El resto, cualquier migrante venezolano no enchufado lo sabe, porque es similar para todos. La dificultad inicial, el surgir paulatino y sobre todo, la sorpresa al ver como ha calado y se ha extendido el discurso miserabilizador del castrochavismo en otras tierras.